Y el café se congeló. No
había sido capaz de mantenerlo templado entre las palmas de sus manos, de
mantenerlo humeante y rebosante de vida. Y le molestaba, por el simple hecho de
ser un jodido cappuccino de las narices que no tenía nada que envidiarle a los
cafés de la Toscana. Sin embargo, se olvidó del tiempo perdido en las calles de
Madrid, al lado de edificios victorianos que suspiraban polvo, belleza y
glamour, historia. El cielo rayaba la tempestad, pero no se dignaba a arruinar el viaje. Bruno paseó durante horas, largas y tendidas, por las calles que habían
visto a un Madrid que nacía, un Madrid que moría y un Madrid que resurgía como
el ave fénix de sus propios escombros, desgracias, de su propia guerra. Bloques
impotentes que se alzaban en el cielo, cafeterías que adornaban el aire con olor
a café recién hecho, librerías oscuras y quebradizas con miles de historias sin
contar, pequeños bares bohemios en los que encerrarse y dejar que el whisky
hiciera el resto. Músicos callejeros, con talento pero sin estrella, mimos que
robaban sonrisas a los inocentes. Sonrió, sin saber por qué. Quizá le robaran una a él.
En una pequeña terracita
con aire francés de finales del siglo XX, una silla de madera lo recibió con
los brazos abiertos. Pidió un café, uno de verdad, uno con leche y un toque de
cacao. Bajó la mirada y se perdió a su alrededor. Se sentía bien, podía ser él, él
mismo, después de mucho tiempo. Había roto las páginas de su diario hasta que
la tinta sangró y se escurrió sobre el suelo. Perdonó, pero no pudo olvidar. Al
fin y al cabo, no podía hacer otra cosa.
O sí.
No llegó a beber el
fabuloso café francés. No llegó a saber que se había colado un mosquito en la
espuma (ya era mala suerte). No supo que se habían olvidado del azúcar. Bruno
miraba, a la mesa de delante, observando como una señorita de pelo rojizo y
rizado se sentaba con elegancia y educación. Sabía que venía de una buena
familia, una familia que le había costado noches en vela al borde de la locura. Sus manos, sus dedos atrapados en anillos caros recorrieron con la
carta. Se quitó las gafas, una Ray-Ban que hasta parecían nuevas. Su piel, sus
brazos, la pequeña cicatriz en el mentón, sus labios carnosos pintados con
suavidad. Cuando se encontraron en un puente de miradas cargadas, cuando sintió cómo el corazón se
encogía hasta doler, Alma sonrió, perversa, perfecta. Y él murió, como el café,
de alguna manera metafórica y poética, literaria y macabra. Teniéndola frente a
sus ojos, a escasos metros, supo que aquello no era posible, supo que su
vestido rojo ceñido sobre la cintura no era de verdad. Supo que sus ojos no
podían estar brillando. Porque Alma, para bien o para mal, había muerto. Tres
años atrás. Aquello no podía ser real.
Para bien o para mal, me gusta. Mucho. Suelen gustarme las cosas que no puedo escribir.
ResponderEliminarHermosa composición, encandilada con sentimientos... Me ha gustado, y como siempre, tus finales, espléndidos :D
ResponderEliminarQuizá, aunque Alma haya muerto, aún queda algo de ella, y se ve que quiere mostrar al mundo lo poco que hay escondido detrás de ese nombre. Podría no ser real para sus ojos, pero podría serlo para los de cualquier otro.
ResponderEliminarMuy bueno.
Un saludo;
(no me voy a dejar perder más de tus relatos, así que paso a ser una seguidora más de este blog).
(ojala y el viento hubiera soplado mucho antes en esta bella dirección, así hubiera encontrado este preciso rincón mucho mucho antes)
ResponderEliminarAlma vive, vive dentro de Bruno, puedo sentirlo gracias a él.
Magnifica historia, maravillosas letras, acogedor rincón :)
*mimitos cubiertos de felicidad,
desde Nunca Jamás*
No sabría que decir. He sentido el frío. El frío de ese café muriendo entre sus manos. He sentido la tempestad, el abrazo de Madrid y corazón de Bruno deteniéndose con el tiempo. He sentido y no hay nada más bello que una persona capaz de hacer sentir con lo que escribe.
ResponderEliminarLas personas que amamos nunca mueren, nunca. Se quedan a vivir en nuestros corazones, en nuestras almas. Y las almas, son y serán inmortales. Alma sigue ahí: en cada recuerdo de Bruno y eso no podrá quitárselo nadie.
Siempre es un placer enorme venir aquí. Es como estar en un universo en otro nivel. Gracias por compartir esto, de verdad.
(miaus de azúcar)
OH, kay, ¿por qué no escribes tan a menudo? Se echan tanto de menos estos escritos tuyos.
ResponderEliminar(meencantamucho)
abrazo
fuerte