Era una noche tan oscura que parecía que la propia nada
podía llegar a engullirte para hacerte desaparecer en un instante, dejando de
existir en el terror del tiempo. Tampoco el aire quería moverse, asustado en la
quietud, esperando una sola señal para poder liberar su cántico entre los
árboles de la ciudad. Y las luces, rojas y naranjas, parecían sólo estrellas
fugaces prefabricadas.
Tras haber decidido abandonar el castillo de naipes que
lo impedía avanzar, Luca intentaba no guiar sus pasos por el ritmo de la
música; no quería parecer estar loco. Sonreía con timidez, hasta que las
guitarras dejaron paso a un tremendo piano de cola que le brindó unos dolorosos
recuerdos entre copas de amargo champán: La noche de fin de año con él, el
último baile del año.
No había sabido nada de Robert desde aquel mensaje, desde
un simple: “Necesito tiempo. R.”. Aún lo guardaba como oro en paño, intentando
creer que el tiempo no lo haría olvidar dos años y medio de compleja felicidad.
Parpadeó, para no derramar las lágrimas que querían escapar de sus ojos
ausentes para acabar desfallecidas sobre el rudo asfalto. Rogó que no fuera
demasiado tarde, una vez más.
Fue en el segundo en el que los violines derrocharon
gemidos armónicos cuando lo vio, allí, tirado en la calle. Apenas respiraba y
la sangre brotaba ávida de libertad desde una herida en su estómago. Cuando el
vaho se escapó de sus labios para perderse en el infinito, junto con el alma,
se lanzó hacia él, gritando su nombre. Se arañó las rodillas con el suelo
mientras sujetaba su cabeza con infinito cuidado y la ponía en sus piernas.
Comenzó a llamar a la ambulancia, sin disimular el llanto de dolor, de terror y
sufrimiento que salía de sus pulmones. Tapó la herida con la otra mano; su
sangre estaba demasiado caliente. Ahora entendía por qué aquellos enormes
brazos eran siempre cálidos, o por qué el invierno nunca lo encontraba: El
hombre de fuego.
—Robert… —murmuró, llorando, sujetando ahora su mano.
Sus ojos parecieron abrirse y tardaron unos segundos en
reconocerlo. Pareció sonreír aún con el labio partido.
—Siempre… eres tú —tosió, derramando una mezcla de saliva y sangre que se desparramó por su cuello amoratado.
—No te vayas ahora, aguanta. Por favor —apretó su mano
con fuerza, con la esperanza de poder retenerlo unos segundos más. Le dio un
beso en la frente, apartando delicadamente algunos mechones de pelo. Sabía a
sudor, a óxido, a arrepentimiento.
Robert se extrañó. Tras un silencio que pareció eterno,
respiró con dificultad.
—¿Y ser yo el que… te quite la sonrisa? —apretó su mano,
débil y moribundo. Se miraron unos segundos—. Jamás.
Entonces, el viento comenzó de nuevo a vivir en la noche,
gritando entre los árboles.
Muy bonito ;)
ResponderEliminarDios, me has puesto al piel de gallina *-*
ResponderEliminarVaya, ¡eres impresionante! Escribes muy muy bien :)
ResponderEliminarEspero leerte más a menudo!
Ola!! tu blog está genial, me encantaria enlazarlo en mis sitios webs. Por mi parte te pediría un enlace hacia mis web y asi beneficiar ambos con mas visitas.
ResponderEliminarme respondes a munekitacate@gmail.com
besosss
Emilia
"Y ser yo el que te quite la sonrisa? … Jamás."
ResponderEliminarMe encanta!! ♥
Chico, tienes un don. Sabes como escribir y hacer que mil y un sentimientos aparezcan en mi al tiempo que te leo, escribes increíble.
No dejes de hacerlo, esto es lo tuyo (:
Sonrisas espolvoreadas!
Ojalá vuelvas a actualizar! Un besazo :)
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