sábado, 7 de mayo de 2011

Recuerdos en una habitación romana.

En Roma no solía llover de aquella manera. La ciudad, además de estar sumida en una profunda y triste soledad, era empapada por toda el agua que caía de aquellos enormes nubarrones oscuros que habían escondido la luz del sol en otra dimensión, asustada. Las lenguas de agua recorrían el asfalto. Las gárgolas de la catedral sentían el frío tacto de la lluvia en sus facciones. La plaza de San Pedro acallaba sus voces milenarias para poder escuchar el bello compás de las miles de gotitas que se estrellaban contra el suelo.
 Un gato, de ojos verde intenso, escapaba del chapuzón refugiándose en el hueco de una ventana. Sacudiéndose el pelaje y lamiéndolo después, el pequeño felino miraba el cielo con expresión resentida. Bruno miraba al animal desde el otro lado de la ventana. Suspiraba, con tal de sentir algo recorrer su cuerpo, aunque fuera el humo y aire que había en la habitación. Tomó una pequeña calada de aquel cigarro, aún a sabiendas de que sus pulmones estaban totalmente en contra de aquel cruel castigo. El gato bostezó enseñando sus fauces, unos colmillos largos, blancos y peligrosos. Estiró su cuerpo como si fuera un acordeón y se hizo un ovillo en la esquina de la ventana.
Bruno frunció el ceño y se vio él mismo en los ojos de aquel pequeño animal. Se volvió a sentir perdido, volvió a tener aquella sensación de no tener en donde poder caer de rodillas. La soledad lo invadió y el recuerdo de un dulce beso le hizo recordar el sabor a vino de su lengua. Y dolía, dolía tanto que se quedaba sin aire. Sus ojos violetas miraron hacia los nubarrones y sintió el frío de su recuerdo. Ella ya no estaba allí y solo le quedaban unas fotos de su vieja polaroid para recordarla. Las noches que había pasado a su lado habían sido maravillosas. Todavía podía notar aquella piel blanca y aterciopelada en sus yemas. Sus suspiros, su olor a vainilla, el bello sonido de su risa. La había visto escribir una y otra vez y no se cansaría nunca de observar aquella aura que la envolvía cuando la pluma arañaba y dejaba su rastro en el papel. La había visto en el escenario, dando vida a una escena que antes solo se componía de palabras sin sentido y que ahora estaban llenas de sentimientos. Su voz retumbaba en las paredes del teatro, que iluminado tenuemente hacía brillar aquellos ojos grises que habían conseguido enamorar el corazón de Bruno desde la primera vez que conoció la droga que escondían. La había visto sonreír frente a aquellos niños del hospital, a pesar de que morirían en poco tiempo, acusados de una grave enfermedad. Su felicidad les hacía la vida un poco más fácil y su fortaleza los animaba a seguir adelante.
Bruno suspiró y miró de nuevo al gato de ojos verdes. Sonrió con tristeza y abrió la ventana. El animal lo miró y pareció enarcar una ceja. Bruno tiró el cigarro hacia la calle y cogió al felino con delicadeza, metiéndolo en la casa y poniéndolo sobre su regazo. Cerró la ventana con pesadez y llevó al gato hasta su habitación. Cogió una toalla, esmerándose en secar su bello pelaje negro azulado. Al fin y al cabo, ella había hecho lo mismo con Bruno años atrás. Lo había sacado de una lluvia constante y le había dado el calor que necesitaba.
El animal empezó a ronronear. Bruno volvió a sonreír aunque, esta vez, aquella sonrisa logró encontrar sus ojos.

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