Frío. Recuerdo que todo lo que sentía era un frío seco que me atravesaba de un lado a otro. Tenía miedo y no lograba saber del todo por qué.
Me encontraba en un lugar oscuro en el que no había ningún tipo de luz al que mis retinas pudieran acostumbrarse. Tampoco se escuchaba nada, ni siquiera ese molesto pitido que todos escuchamos cuando nos quedamos en silencio. Era como si la nada hubiese engullido y eliminado mi existencia. Pero mis oídos consiguieron captar un sonido repetitivo, acompasado. Eran los latidos de mi corazón, que latía con fuerza y rapidez en el interior de mi pecho.
Intenté encontrar algo que me ayudara a quebrantar aquella profunda oscuridad. En la zona en la que se suponía que estaban los bolsillos de mi chaqueta, encontré un objeto largo y metálico. Lo saqué y recorrí su cuerpo con ambas manos, intentando averiguar qué era. Encontré un pulsador redondo. Un haz de luz blanca me cegó durante unos segundos y dejé caer la linterna al suelo, mostrándome un camino de luz que terminaba en el tronco de un árbol. Cuando mis ojos se recuperaron del luminoso ataque, recogí la linterna y examiné el entorno. Estaba en un bosque, un bosque que estaba completamente calcinado. El suelo se había reducido a cenizas que aún humeaban. El ambiente estaba cargado y me costaba bastante respirar. Me escocían los ojos y me picaba la garganta por el humo. Miré al cielo, pero no encontré más que un manto oscuro e infinito. La sensación de que no podía respirar volvía a golpearme con fuerza, haciéndome toser. Me puse la mano en la boca y, cuando la retiré, vi que estaba llena de sangre. Me percaté entonces del sabor a óxido que tenía en la lengua. Empecé a temblar de puro terror. Algo en mi interior me estaba gritando que estaba en peligro, que mi vida estaba en el punto de mira de algo malo.
Cuando mis ojos bajaron al suelo, una niebla blanquecina y espesa cubría las cenizas. La sensación de frío me recorrió de los pies a la cabeza, la piel se me puso de gallina y el corazón me dio un vuelco. Durante unos segundos, no respiré, quedándome en silencio. Poco a poco, la niebla empezó a subir de nivel, hasta que me cubrió casi por completo, quedándose un poco más arriba de la cintura.
Sacando valor de donde no lo había, empecé a caminar hacia el frente, pisando con cuidado para no tropezarme con un suelo que no veía. La niebla consiguió cubrirme entera. Ahora la linterna no servía de nada, pues la espesura de la neblina era demasiado densa como para que la luz pudiera traspasarla. Me la volví a guardar en el bolsillo de la chaqueta y alcé los brazos hacia el frente para evitar chocarme con cualquier árbol.
Fui dando pasos hacia todos los lados, esquivando los obstáculos hasta que algo llamó mi atención, un sonido agudo, angelical, blanco. Esperé unos minutos hasta que volví a escucharlo. Estaba segura de haber identificado un cascabel en la lejanía, hacia la izquierda. Como un perro que se guía por el silbado del amo, giré hacia donde provenía el sonido y empecé a caminar. Volvió a sonar, una, dos, tres y cuatro veces más, hasta que me encontré en un claro. Había conseguido salir del bosque y había dejado la niebla a mis espaldas. Aquel tintineo llamó una vez más mi atención y me giré, dando vueltas en círculos, intentando averiguar de dónde provenía. Pero no pude saberlo, pues ya no volvió a sonar.
Varios movimientos en las lindes del bosque me pusieron en alerta. Entrecerré los ojos y me erguí, en tensión. Me situé justo en el centro del claro, observando con atención. El aullido de un lobo me puso los pelos de punta. Mi fuero interno se revolvió, preparándose para algo que yo no sabía qué era. Hasta que pude reconocer tres pares de puntos rojos en la niebla que poblaba el bosque calcinado. Saliendo de ella, tres lobos se situaron frente a mí, a varios metros de distancia. Eran enormes y monstruosos, de unos dos metros de alto. Tenían el lomo erizado y sus ojos eran como dos pares de rubíes, centelleantes, de la misma manera en la que Marte lo hace en las noches de verano.
El primero de todos era el más grande. Su pelaje era espeso y negro como el carbón, salvo por una parte blanca que cruzaba su rostro, de lado a lado. Tenía las fauces abiertas. Estaba completamente en tensión y cada músculo palpitaba debajo de la piel.
Los otros dos, un poco más alejados, eran más pequeños. El de la derecha era de color marrón y, el de la izquierda, poseía un brillante pelaje naranja que resplandecía bajo la luna como una llamarada de fuego.
Mi cuerpo entero se quedó parado en seco. Miré fijamente al más grande, al lobo negro. Una pequeña sonrisa cruzó mi rostro, una sonrisa fría y calculadora.
Como movida por un resorte, me di la vuelta y me interné en la otra parte del bosque. La niebla se había disipado y podía correr con mayor facilidad. Para girar, me agarraba a los troncos que se ponían por mi camino. Me percaté de que iba dejando un rastro de sangre por sus cortezas. Me miré las manos, pero no encontré en ella heridas. Los lobos me seguían con rapidez. Salí del bosque y tropecé con una piedra, cayendo de bruces contra el suelo. Me recuperé y seguí corriendo, hasta que tuve que derrapar en el suelo para no caer desde un precipicio. Una suave brisa de viento movió mis cabellos. Eché una mirada al abismo. Algo me decía que aquel vacío era mi única salida. Un gruñido me hizo girar con una asombrosa rapidez. Estaban los lobos a pocos metros de mí. Me habían dejado entre la espada y la pared, sabedores de que no me quedaba ninguna salida que no fuera la muerte. Pero ellos serían más astutos e intentarían darme caza. El lobo negro dio un paso al frente y yo uno hacia atrás, encontrándome con el borde del precipicio, dejando el talón en el aire. Una sensación de vértigo me golpeó las entrañas, encogiéndome el estómago. El viento se fue haciendo cada vez más fuerte y removía mis ropas y mis cabellos, meciéndolos a su merced.
Nos volvimos a mirar, desafiantes. Sus ojos centellearon en la noche. Volví a sonreír y en el momento en el que lo hice, se abalanzó sobre mí, abriendo las fauces. Di otro paso hacia atrás y ya no hubo posibilidad de retroceder. Mis manos no pudieron agarrarse al borde de la piedra para salvar la vida y me encontré cayendo hacia el fondo del abismo. El lobo lo hizo conmigo y consiguió arañarme el brazo, obligándome a gemir de dolor. Cerré los ojos, escuchando en la lejanía como el viento susurraba una y otra vez mi nombre. Una voz femenina, aterciopelada y divertida. Elizabeth, repitió el espacio, antes de que todo se volviera oscuro.
Abrí los ojos y me encontré tendida en la cama. Asustada, me quedé petrificada durante unos segundos hasta que me percaté de la realidad. Me levanté y me puse frente al espejo, aún con el pulso a mil. Entonces vi el arañazo de aquel lobo en mi piel. Mi reflejo me sonrió en el espejo y repitió mi nombre con la voz femenina del sueño. Y ese reflejo, se transformó en un horrible lobo oscuro.
Un grito hizo retumbar la casa, antes de que las paredes se tiñeran de sangre.
Por: Kay Williams. Relato ganador del Primer Premio del Concurso de Literatura, IES Alonso Cano.
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