domingo, 29 de mayo de 2011

Sigue, no abandones.

Su pulso no temblaba, pero él estaba cansado. Las profundas, violáceas y casi enfermizas ojeras le hicieron fruncir el ceño, contrayendo su piel en una pequeña arruga. Aquellos grisáceos ojos recorrieron su rostro, reparando en cada marca de imperfección, en cada signo de debilidad. Intentó sonreír ante la adversidad, pero solo consiguió que su reflejo le devolviera una sucia torcedura de labios que decepcionaba más que animaba. Una sonrisa que estaba llena de hipocresía hacia él mismo, de engaños y de mentiras que lo habían pillado con la guardia baja, asaltando sus defensas y derribando la alambrada que tanto tiempo le había llevado construirla. Y ahora solo estaban él y aquella beretta.
Él último rayo de sol hizo relucir la plateada superficie del arma, distrayendo a Edgard de su intenso escrutinio personal. La observó con atención, como si estuviera midiéndola mentalmente, ajustando sus medidas de longitud, peso y volumen. Una pequeña inscripción marcaba el calibre y, seguidamente, su nombre hacía aquella arma parta de su patrimonio. Por lo demás, solo conseguía ver un pase hacia un mundo en el que no existían los sentimientos, un mundo que se le antojaba aburrido y pésimo, pero la única salida. Demasiada ironía concentrada en el mismo sitio.
Edgard se mantenía firme frente al espejo, con los músculos contraídos. Las venas se le marcaban bajo la piel, venas por las que pasaba una sangre que también estaba exhausta de su existencia, una sangre envenenada por el desengaño que aquellos ojos habían bebido. Posó sus ojos en su reflejo, una vez más, para contemplar la manera en la que sus pupilas se contraían y se dilataban con rapidez, movidas por una sintonía fantasmal que solo se encontraba en el interior de su cuerpo.
Aquella vida había dejado de tener el sentido que los seres humanos habían intentado darle. Había querido demasiado y había perdido su alma y su corazón en el camino. Había llamado amigo al alcohol que lo acompañaba en incontables ocasiones durante las noches de insomnio. Había buscado la compañía de las duras y solitarias carreteras de todo el país. Había dejado de soñar en algún momento e incluso había vendido su alma a una mujer que decía ser la otra pieza de puzzle. Edgard acabó desolado, descompuesto y con la conclusión de que todas las pelirrojas con los labios pintados de rojo intenso eran unas putas de cuidado. Se había preguntado si alguien, allí fuera, lo salvaría alguna vez, pero no obtuvo respuesta.
Y ahora estaba allí, con los años sobre sus espaldas, en una casa abandonada que lo había visto nacer, crecer, llorar y reír durante la mayor parte de su vida. Una casa que, al igual que pasaba con el alma de Edgard, estaba completamente derruida, destartalada y sucia. Levantó el arma. El seguro estaba quitado. La apretó contra su sien. Sintió el frío estremecedor del metal y de la muerte, al mismo tiempo. No tenía miedo.
Entonces, sus ojos se dirigieron lentamente hasta la parte superior del espejo, hacia la madera, en donde había una frase escrita con letra infantil, redonda y legible. Reconoció que era la suya propia, al menos de cuando tenía diez años. Leyó la frase, sintiendo el vuelco en el corazón que ésta le producía: “Sigue, no abandones”.
Con un suspiro, una sonrisa decidió aparecer por sus labios, iluminando aquellos tristes ojos que se habían convertido en profundos pozos sin fondo, en donde la luz no quería llegar. “Sigue, no abandones”. No recordaba el momento en el que escribió aquello, pero fue un hecho más que suficiente para que arrojara la beretta hacia la lejanía de la habitación, haciéndola chocar con la pared con cierta suavidad.
Sea como fuere, aquellas tres palabras habían surgido del oscuro pasado para brindarle un futuro incierto. Se sentía en deuda con aquel niño que, en antaño, había pensado que vivir era mucho mejor que dejarse morir. En algún momento, Edgard perdió el rumbo y abandonó su infancia para adentrarse en una madurez demasiado dura para sus huesos. Quería reconciliarse con aquel muchacho lleno de ilusión que sonreía ante la adversidad y que dejaba frases para el futuro, frases que salvaban vidas.
Devolviéndole una sonrisa de gratitud al espejo, salió de la casa. Estaba preparado para empezar de nuevo, para resurgir de sus cenizas como un glorioso y magnífico fénix. Estaba dispuesto a devolverle el favor a ese pequeño de ojos soñadores. Y por supuesto, empezar a ser una persona.
Sacó de la pitillera un cigarrillo. Lo encendió en sus labios y dio una gran calada, sintiendo el humo inundar su pulmones. Dejó escapar la espesa capa de aire grisáceo hasta el cielo cuajado de estrellas. Una de ellas pasó fugazmente de lado a lado, hasta que se desintegró en las alturas. Edgard guardó silencio, colgando un deseo en aquel móvil de esperanza. Un deseo que, hoy en día, todavía está cumpliéndose: Vivir.

1 comentario:

  1. <3
    me gusta :)
    ya tienes una nueva seguidora, escribes bien :D
    Sigue, no abandones...
    mas que cierto, en la vida siempre habrá alguien que estará ahí par cuidar del alma de otra persona, su amado... <3 asi que no hay que desesperar y lo mejor es seguir con la vida: Sigue, no abandones.
    entonces, me verás aqui seguido :)
    te leo!

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