martes, 31 de mayo de 2011

Camisas abotonadas en recuerdos.

Por alguna razón inexplicable e irracional, aquella camisa era su favorita. Puede que fuera porque las rayas azules y blancas iluminaban sus ojos de alegría y esperanza enamoradiza y contagiosa. Tal vez, fuera su largo y su ancho, dos factores que dejaban mucho a la imaginación. O puede que fuera por esa mezcla de sudor y colonia cara que se podía percibir por cada parte de la prenda, por cada fibra de la suave y resistente tela. Esa mezcla de olores tan diferentes y tan sensuales, lo volvían loco. Luca había llegado a encontrar una maravillosa sinfonía de esencias por cada poro de Robert, como si fuera el hombre de las mil y una fragancias. Por las mañanas, de sus labios se esfumaba el amargo olor del café recién hecho, solo, como a él le gustaba. Durante la día, había aprendido a enamorarse de la manera en la que Robert sostenía el cigarrillo entre el dedo anular e índice, se lo llevaba a los labios y daba una pequeña calada que, tras hacer un pequeño recorrido por sus pulmones, salía con lentitud, marcando formas sinuosas e imperfectas. Después de la cena, reconocía el aroma a jabón de coco había bañado su cuerpo minutos antes. Más tarde, su boca se disfrazaba del agrio y placentero sabor del whisky con hielo.
Mientras estaba apoyado en la pared, observando a través de la ventana la vida pasar, aquella camisa de rayas se le marcaba en la cintura, contorneándose y dándole a Luca un aspecto aniñado y frágil. Su piel blanca, con el contraste de los ojos azules y el pelo azabache, constituían en él una sola palabra, provista de todo significado: Sexy. Sostenía el vaso de leche en la mano y sonreía de medio lado, fijando con su mirada ningún punto en concreto, concentrándose en su respiración.
Y llegaba el mejor momento del día. Robert entraba en casa, sin decir nada. Dejaba las llaves en el cenicero de mármol que había en la mesita de la entrada, esa de madera oscura y que parecía llevar siglos en aquel apartamento, como si siempre hubiera estado allí. No se imaginaba la entrada sin aquella mesa hortera y vieja. Se quitaba la chaqueta y la dejaba sobre el sofá, acercándose con sigilo a su presa por la espalda. Lo abrazaba con fuerza, por las costillas, besando aquel hermoso cuello de cisne, apartando elegantemente la pequeña melena lisa y oscura. Luca reía por lo bajo y estiraba el brazo para acariciarlo con cuidado, como si fuera el objeto más preciado del mundo. En parte, lo era para él.
En un gesto infantil, Robert le arrebataba la leche y se tomaba sus segundos bebiendo, hasta que no quedaba una sola gota dentro en el recipiente de cristal. Luca protestaba, sin llegar a estar molesto por aquello. Volvía la cara para dejar constancia de su beso en los labios de Robert, un beso lento y cálido. Después, ambos se volvían para contar todas y cada una de las gotas de lluvia que se estampaban contra el cristal, quedándose en silencio. Te quiero, decía, chico de las camisas. El otro, sentía un escalofrío por la espalda y se giraba con rapidez, movido por un singular resorte. Lo besaba, con pasión, con deseo, con ansia. Y aquellos besos que ambos se ocupaban de mantener, solían acabar sobre las sábanas blancas que tantas riñas amorosas habían soportado no sin cierto resentimiento.

4 comentarios:

  1. lindo :)
    aunque extraño, pero me gusta.
    supongo que es el deseo de todos tener la camisa de su amado <3
    su perfume, su textura... todo <3
    cuidate!

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  2. el amor y sus distintas perspectivas .D

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  3. Bajo las sábanas blancas todo termina con una gran sonrisa :)
    Un beso!

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